lunes, 1 de agosto de 2016

La Posta de Achával. Caballito

Hay un lugar donde Caballito ya termina y Parque Chacabuco no empieza. Después de los bares y antes del parque, cerca de donde el antiguo final del subte A establecía la frontera urbana, hay una tierra de nadie donde todavía existen cosas como La Posta de Achával. Sobre el corredor de Directorio, ese pariente pobre de la mística barrial de la Av. San Juan, a esta esquina no le quedan pretensiones de ningún tipo, ni siquiera las que pregonan una estética de banderines y la invocación al clásico. Ni hace falta. Sobran las camisetas de colores sospechosos que decoran sin querer el fragmento de pared rosada que asoma del símil madera que cubre las paredes. La armonía es perfecta: la estética misteriosa se completa con mesas que deben ser las mismas que pusieron cuando se instalaron, igual que los mozos, y con el superpuesto de maní y papitas que acompaña la cerveza en una canasta forrada con servilleta. No salió de la bolsa que ofrece el surtido prearmado, es pura inspiración. Y la pizza está buenísima.

De paso, más que la mística barrial, importan las prácticas. Habíamos levantado por ahí el dato de que había trato diferencial para habitués. No lo éramos ni lo vamos a ser, somos equitativos e igualitarios y repartimos nuestras preferencias pizzeras sin dejarnos sobornar, así que nos preparamos para ver lo mejor en la distancia de las mesas más selectas, pero no. El rumor popular se equivoca. Nuestros vasos salen de la heladera fríos como la cerveza (el blanco favorito de los comentarios malintencionados era ese, la temperatura de los bebestibles). Y de ahí en más todo sigue el mismo curso. Es más, o son la pizzería con mejor atención de la ciudad y probablemente del mundo o sospechan de nuestras actividades de crítica pizzera que mantenemos en secreto en nuestra insaciable búsqueda de la verdad. Si es lo primero, le levantamos todos los pulgares de los que somos capaces. Si es lo segundo, agradecemos desde acá por los servicios prestados.


En el caso de que no sea ninguno de los dos y nos hayan confundido con algún famoso de la casa o de la vida en general, igual le levantamos unos cuantos pulgares por razones más trascendentales que la atención, los precios y la temperatura de la cerveza. Señores, la pizza, ¿o qué otra cosa es lo que estamos haciendo acá? El adjetivo que le cabe es despelote, pero tratemos de organizarnos. Lo primero que sale es una porción de fugafaina con jamón que recuerda esas milanesas a la napolitana que desbordan el plato. Ni interesa si hay o no milanesa, mejor aún si abajo lo que hay es fainá. Eso primero, después la fainá que tiene todo lo que hay que tener. Con esto no hay historia, es o no es y ya está: esta es.
Y ahora sí, pizza, sin más vueltas. A la piedra, media muzzarela, media con morrones. Menos es más y en este caso es más queso. No hace falta pedir doble muzzerela, como dicen por ahí, y es de la buena. Pero en serio, tanto que es imposible maniobrarla sin hacer lío y creemos que los únicos que lo logran son los mozos, y hasta por ahí no más a pesar de que ya dijimos que llegaron ahí junto con todo lo demás. El queso es todo. Un clásico de la casa: la salsa está al medio, para no opacar, aunque tiene su poder y ayuda a superar la vorágine de queso y aceitunas regordetas no aptas para hipertensos. Y finalmente, podría parecer que va a pasar desapercibida por todo lo demás pero no lo hace y si nadie se ofende tenemos que decir que la masa es lo mejor: inflada en los bordes, tostada donde debe y dulce como un pancito cuando tenemos la suerte de encontrar un pedazo inmaculado. Glorioso. Para quienes saben encontrar el equilibrio de todos los componentes.

La Posta de Achával queda en Av. Directorio 1497 (CABA).





martes, 3 de mayo de 2016

Los Campeones. Barracas

Nunca habíamos hecho cola para comer. Entre la ansiedad y el orgullo de entendidos nos sobran razones para darle la vuelta a la esquina, para seguir hasta la otra cuadra o para cruzar la calle en busca de la próxima pizzería que, azar mediante, pueda ser un gran descubrimiento. Pero si hay algo que somos más que hambrientos es fieles a los clásicos y Los campeones de Barracas bien merecía un rato de algo que no puede ser descripto como una cola. Para primera experiencia es buena. El caos de gente impaciente y ya casi babeante que mira desde afuera a los comensales es superado por un diestro organizador de masas que, armado de un noble papelito, registra una lista de espera que admite el doble criterio de orden de llegada y adecuación a la cantidad de comensales de las mesas liberadas. 
Superamos el desafío y nos sentamos pegados a la ventana a que nos miren a nosotros con envidia. El espacio es un clásico remozado. Alcanza un detalle: las paredes están atestadas de posters de equipos de futbol y fotos de Fangio como corresponde a la pizzería porteña que se quiere tradicional pero lejos de la cinta, los bordes arrugados y la pátina polvosa y grasienta, cada uno está enmarcado en vidrio y debidamente alineado. Falta mística o sobra profesionalismo. No sabemos, pero igual vinimos por la pizza.

Ya que estamos en variaciones sobre lo clásico, nos gustan algunas alteraciones tan diminutas que parecen dignas de uno de esos mundos paralelos imperceptiblemente diferentes del nuestro. Enumeramos. Hay pizza a la piedra y al molde (toleramos la indefi
nición, hay para todos los gustos aunque tenemos el nuestro y creemos en la especialización) pero cada una tiene su propia lista de gustos. Sugieren la posibilidad de que no sean idénticos. Recomendaríamos atención para no caer en la trampa de los siempre engañosos mundos paralelos. Siguiente: la pizza a la piedra viene en molde. Última, en el mismo rubro: la pizza al corte también es a la piedra salvo en esos casos imposibles como la pizza de verdura, ese clásico secreto que no debería ser pasado por alto solo por verdoso.
Ahora a lo que verdaderamente importa. Pedimos a la piedra y nos limitamos al tamaño mediano porque otra curiosidad es que grande no hay, se llama super y es justamente super-grande. No lo asociamos a la serie de variaciones anteriores sino más bien a ese rasgo quizás idiosincrático que instala disputas con tácitos competidores sobre el largo y el ancho de avenidas y ríos, además de por el tamaño y la forma (o incluso la unidad de medida) de las pizzas. Como nos limitamos en el tamaño, nos excedemos en los gustos pero equilibramos. De un lado, Ajo al óleo; del otro, Americana , que es muzzarella con cebolla, algo así como una fugazza con queso invertida. Como no hay tres lados, también pedimos una fainá.


Sigamos las evaluaciones en ese orden. La Americana gana por cantidad de muzzarella y gracia en la cebolla frita con orégano. Y en las aceitunas que son negras, tal vez otra cosa típica de este mundo paralelo. Dudamos de la salsa de Ajo al óleo, otro clásico ignorado más que secreto (por adictos al queso, claro), pero finalmente se trata del ajo y el óleo así que la perdonamos: acá la cantidad es definitoria y no nos podemos quejar. Hasta ahora la fainá es la que viene ganando. Finita como pizza a la piedra (o más finita, como su equivalente, se entiende), bordes crujientes, burbujas estalladas y vueltas a dorar por todos lados. Lo mejor. Hasta ahora porque nos reservamos una sorpresa: cambiamos el postre por más pizza. Como solo nos mueve el deseo de conocimiento, pedimos un surtido que complete el limitado panorama que tenemos hasta ahora: muzzarella, napolitana, verdura y jamón y morrón. Cumplen lo que prometen, doblemente tostadas como corresponde a su doble cocción como pizza y como porción. Sus propiedades salen airosas: la masa se tuesta sin endurecerse, el queso se fríe en sus jugos, solo pierde la Napolitana; no hay tomate que se someta alegremente al doble fuego. Nuestros cuerpos perdonan el exceso, aunque los que siguen esperando afuera tal vez no. 
Los Campeones queda en Montes de Oca 856 (CABA)

jueves, 21 de enero de 2016

Via Apia. Rosario

Por primera vez, Cara de Pizza se va de viaje. No vamos a mentir un tour pizzero que solo nos transporta humildemente de barrio en barrio pero sabemos aprovechar una oportunidad. Estábamos en Rosario y nuestras indagaciones nos habían dado un vago conocimiento a distancia de cuáles eran las pizzerías recomendables, por clásicas y/o ricas, de este lugar. El azar, el ordenamiento geográfico y temporal y una cierta predilección por la pizza a la piedra nos mandó derechito a Via Apia en la trillada y atestada Av. Pellegrini. Llegamos precavidamente temprano, temiendo aglomeraciones, colas y esperas a las que jamás estaremos dispuestos. Tanta planificación resulta innecesaria porque ni cuando entramos ni más tarde ocurre nada de lo que habíamos anticipado y así empiezan las sorpresas de la noche. Por más clásica que sea, el cambio de ciudad nos tiene un poco desprevenidos y avanzamos a ciegas, aventureros de la pizza regional.

El principio, entonces, es lo casi imposible que hubiera sido no conseguir mesa en un lugar donde todo es enorme. Fiel a la filiación romana, Via Apia tiene proporciones y ademanes clásicos. Entramos por una puerta enmarcada por columnas que se repiten hacia adentro y que sostienen una enormidad que reencontramos en el salón, reforzada por la dispersión de las mesas, también enormes, una extrañeza totalmente pintoresca para estos porteños acostumbrados a la barbarie encimada.  Estamos lejos de los demás y uno del otro. Todo está en ese escenario en el que, nos entusiasmamos, podría materializarse una pizza de excesos fellinescos.

Lo primero que aparece, sin embargo, son dos nuevas sorpresas. Un platito, este diminuto, rebosante de un pan de pizza lleno de queso –más pizza que pan. Nos desalienta un poco que el entremés venga a remplazar la inverosímil inexistencia de la fainá - ¿por romana?¿por rosarina?- pero la desilusión dura poco, casi tan fugaz como el pan de pizza. 
La segunda sorpresa es un menú escrito en italiano y de una variedad demencial que obliga a la agrupación en categorías: tradizionale, verdure, formaggio, speciale, frutti di mare. Navegamos por la novedad lingüística y nominal. Nos debatimos entre la tradición propia y las nuevas oportunidades. Repartimos mitades a medio camino entre una y otra: Pimientos y Champignon que en realidad comparten muzzarela, tomate, pimientos – morrones en variedad dialectal rosarina, digamos- y oliva que en la segunda se completan con champiniones y salsa calabresa.


Ya que la sorpresa es el leit motiv de esta comida, la llegada de la pizza trae la última. Tiende a lo enorme como todo lo demás pero eso ya ni llama la atención y mucho menos amedrenta. Lo que choca contra nuestros preconceptos es el grosor. Aprendimos a asociar la pizza a la piedra con la delgadez –de la masa, se entiende- y lo que se planta en el medio de nuestra mesa perturba nuestras categorías. Para ser a la piedra es gorda, nos decimos, pero vamos descubriendo que esa particularidad, como las columnas del salón, sostiene un último exceso: hay tanto queso que desborda. El grosor cumple su función igual que los bordes elevados, otra marca distintiva, que hacen de nuestra comida una especie de pileta en la que quisiéramos flotar con salvavidas de pimientos y aceitunas – sorprendentes también, ellas, cortadas aunque con algún carozo extraviado por ahí. Nadamos felices.

Via Apia queda en Av. Pellegrini 961