lunes, 1 de agosto de 2016

La Posta de Achával. Caballito

Hay un lugar donde Caballito ya termina y Parque Chacabuco no empieza. Después de los bares y antes del parque, cerca de donde el antiguo final del subte A establecía la frontera urbana, hay una tierra de nadie donde todavía existen cosas como La Posta de Achával. Sobre el corredor de Directorio, ese pariente pobre de la mística barrial de la Av. San Juan, a esta esquina no le quedan pretensiones de ningún tipo, ni siquiera las que pregonan una estética de banderines y la invocación al clásico. Ni hace falta. Sobran las camisetas de colores sospechosos que decoran sin querer el fragmento de pared rosada que asoma del símil madera que cubre las paredes. La armonía es perfecta: la estética misteriosa se completa con mesas que deben ser las mismas que pusieron cuando se instalaron, igual que los mozos, y con el superpuesto de maní y papitas que acompaña la cerveza en una canasta forrada con servilleta. No salió de la bolsa que ofrece el surtido prearmado, es pura inspiración. Y la pizza está buenísima.

De paso, más que la mística barrial, importan las prácticas. Habíamos levantado por ahí el dato de que había trato diferencial para habitués. No lo éramos ni lo vamos a ser, somos equitativos e igualitarios y repartimos nuestras preferencias pizzeras sin dejarnos sobornar, así que nos preparamos para ver lo mejor en la distancia de las mesas más selectas, pero no. El rumor popular se equivoca. Nuestros vasos salen de la heladera fríos como la cerveza (el blanco favorito de los comentarios malintencionados era ese, la temperatura de los bebestibles). Y de ahí en más todo sigue el mismo curso. Es más, o son la pizzería con mejor atención de la ciudad y probablemente del mundo o sospechan de nuestras actividades de crítica pizzera que mantenemos en secreto en nuestra insaciable búsqueda de la verdad. Si es lo primero, le levantamos todos los pulgares de los que somos capaces. Si es lo segundo, agradecemos desde acá por los servicios prestados.


En el caso de que no sea ninguno de los dos y nos hayan confundido con algún famoso de la casa o de la vida en general, igual le levantamos unos cuantos pulgares por razones más trascendentales que la atención, los precios y la temperatura de la cerveza. Señores, la pizza, ¿o qué otra cosa es lo que estamos haciendo acá? El adjetivo que le cabe es despelote, pero tratemos de organizarnos. Lo primero que sale es una porción de fugafaina con jamón que recuerda esas milanesas a la napolitana que desbordan el plato. Ni interesa si hay o no milanesa, mejor aún si abajo lo que hay es fainá. Eso primero, después la fainá que tiene todo lo que hay que tener. Con esto no hay historia, es o no es y ya está: esta es.
Y ahora sí, pizza, sin más vueltas. A la piedra, media muzzarela, media con morrones. Menos es más y en este caso es más queso. No hace falta pedir doble muzzerela, como dicen por ahí, y es de la buena. Pero en serio, tanto que es imposible maniobrarla sin hacer lío y creemos que los únicos que lo logran son los mozos, y hasta por ahí no más a pesar de que ya dijimos que llegaron ahí junto con todo lo demás. El queso es todo. Un clásico de la casa: la salsa está al medio, para no opacar, aunque tiene su poder y ayuda a superar la vorágine de queso y aceitunas regordetas no aptas para hipertensos. Y finalmente, podría parecer que va a pasar desapercibida por todo lo demás pero no lo hace y si nadie se ofende tenemos que decir que la masa es lo mejor: inflada en los bordes, tostada donde debe y dulce como un pancito cuando tenemos la suerte de encontrar un pedazo inmaculado. Glorioso. Para quienes saben encontrar el equilibrio de todos los componentes.

La Posta de Achával queda en Av. Directorio 1497 (CABA).





martes, 3 de mayo de 2016

Los Campeones. Barracas

Nunca habíamos hecho cola para comer. Entre la ansiedad y el orgullo de entendidos nos sobran razones para darle la vuelta a la esquina, para seguir hasta la otra cuadra o para cruzar la calle en busca de la próxima pizzería que, azar mediante, pueda ser un gran descubrimiento. Pero si hay algo que somos más que hambrientos es fieles a los clásicos y Los campeones de Barracas bien merecía un rato de algo que no puede ser descripto como una cola. Para primera experiencia es buena. El caos de gente impaciente y ya casi babeante que mira desde afuera a los comensales es superado por un diestro organizador de masas que, armado de un noble papelito, registra una lista de espera que admite el doble criterio de orden de llegada y adecuación a la cantidad de comensales de las mesas liberadas. 
Superamos el desafío y nos sentamos pegados a la ventana a que nos miren a nosotros con envidia. El espacio es un clásico remozado. Alcanza un detalle: las paredes están atestadas de posters de equipos de futbol y fotos de Fangio como corresponde a la pizzería porteña que se quiere tradicional pero lejos de la cinta, los bordes arrugados y la pátina polvosa y grasienta, cada uno está enmarcado en vidrio y debidamente alineado. Falta mística o sobra profesionalismo. No sabemos, pero igual vinimos por la pizza.

Ya que estamos en variaciones sobre lo clásico, nos gustan algunas alteraciones tan diminutas que parecen dignas de uno de esos mundos paralelos imperceptiblemente diferentes del nuestro. Enumeramos. Hay pizza a la piedra y al molde (toleramos la indefi
nición, hay para todos los gustos aunque tenemos el nuestro y creemos en la especialización) pero cada una tiene su propia lista de gustos. Sugieren la posibilidad de que no sean idénticos. Recomendaríamos atención para no caer en la trampa de los siempre engañosos mundos paralelos. Siguiente: la pizza a la piedra viene en molde. Última, en el mismo rubro: la pizza al corte también es a la piedra salvo en esos casos imposibles como la pizza de verdura, ese clásico secreto que no debería ser pasado por alto solo por verdoso.
Ahora a lo que verdaderamente importa. Pedimos a la piedra y nos limitamos al tamaño mediano porque otra curiosidad es que grande no hay, se llama super y es justamente super-grande. No lo asociamos a la serie de variaciones anteriores sino más bien a ese rasgo quizás idiosincrático que instala disputas con tácitos competidores sobre el largo y el ancho de avenidas y ríos, además de por el tamaño y la forma (o incluso la unidad de medida) de las pizzas. Como nos limitamos en el tamaño, nos excedemos en los gustos pero equilibramos. De un lado, Ajo al óleo; del otro, Americana , que es muzzarella con cebolla, algo así como una fugazza con queso invertida. Como no hay tres lados, también pedimos una fainá.


Sigamos las evaluaciones en ese orden. La Americana gana por cantidad de muzzarella y gracia en la cebolla frita con orégano. Y en las aceitunas que son negras, tal vez otra cosa típica de este mundo paralelo. Dudamos de la salsa de Ajo al óleo, otro clásico ignorado más que secreto (por adictos al queso, claro), pero finalmente se trata del ajo y el óleo así que la perdonamos: acá la cantidad es definitoria y no nos podemos quejar. Hasta ahora la fainá es la que viene ganando. Finita como pizza a la piedra (o más finita, como su equivalente, se entiende), bordes crujientes, burbujas estalladas y vueltas a dorar por todos lados. Lo mejor. Hasta ahora porque nos reservamos una sorpresa: cambiamos el postre por más pizza. Como solo nos mueve el deseo de conocimiento, pedimos un surtido que complete el limitado panorama que tenemos hasta ahora: muzzarella, napolitana, verdura y jamón y morrón. Cumplen lo que prometen, doblemente tostadas como corresponde a su doble cocción como pizza y como porción. Sus propiedades salen airosas: la masa se tuesta sin endurecerse, el queso se fríe en sus jugos, solo pierde la Napolitana; no hay tomate que se someta alegremente al doble fuego. Nuestros cuerpos perdonan el exceso, aunque los que siguen esperando afuera tal vez no. 
Los Campeones queda en Montes de Oca 856 (CABA)

jueves, 21 de enero de 2016

Via Apia. Rosario

Por primera vez, Cara de Pizza se va de viaje. No vamos a mentir un tour pizzero que solo nos transporta humildemente de barrio en barrio pero sabemos aprovechar una oportunidad. Estábamos en Rosario y nuestras indagaciones nos habían dado un vago conocimiento a distancia de cuáles eran las pizzerías recomendables, por clásicas y/o ricas, de este lugar. El azar, el ordenamiento geográfico y temporal y una cierta predilección por la pizza a la piedra nos mandó derechito a Via Apia en la trillada y atestada Av. Pellegrini. Llegamos precavidamente temprano, temiendo aglomeraciones, colas y esperas a las que jamás estaremos dispuestos. Tanta planificación resulta innecesaria porque ni cuando entramos ni más tarde ocurre nada de lo que habíamos anticipado y así empiezan las sorpresas de la noche. Por más clásica que sea, el cambio de ciudad nos tiene un poco desprevenidos y avanzamos a ciegas, aventureros de la pizza regional.

El principio, entonces, es lo casi imposible que hubiera sido no conseguir mesa en un lugar donde todo es enorme. Fiel a la filiación romana, Via Apia tiene proporciones y ademanes clásicos. Entramos por una puerta enmarcada por columnas que se repiten hacia adentro y que sostienen una enormidad que reencontramos en el salón, reforzada por la dispersión de las mesas, también enormes, una extrañeza totalmente pintoresca para estos porteños acostumbrados a la barbarie encimada.  Estamos lejos de los demás y uno del otro. Todo está en ese escenario en el que, nos entusiasmamos, podría materializarse una pizza de excesos fellinescos.

Lo primero que aparece, sin embargo, son dos nuevas sorpresas. Un platito, este diminuto, rebosante de un pan de pizza lleno de queso –más pizza que pan. Nos desalienta un poco que el entremés venga a remplazar la inverosímil inexistencia de la fainá - ¿por romana?¿por rosarina?- pero la desilusión dura poco, casi tan fugaz como el pan de pizza. 
La segunda sorpresa es un menú escrito en italiano y de una variedad demencial que obliga a la agrupación en categorías: tradizionale, verdure, formaggio, speciale, frutti di mare. Navegamos por la novedad lingüística y nominal. Nos debatimos entre la tradición propia y las nuevas oportunidades. Repartimos mitades a medio camino entre una y otra: Pimientos y Champignon que en realidad comparten muzzarela, tomate, pimientos – morrones en variedad dialectal rosarina, digamos- y oliva que en la segunda se completan con champiniones y salsa calabresa.


Ya que la sorpresa es el leit motiv de esta comida, la llegada de la pizza trae la última. Tiende a lo enorme como todo lo demás pero eso ya ni llama la atención y mucho menos amedrenta. Lo que choca contra nuestros preconceptos es el grosor. Aprendimos a asociar la pizza a la piedra con la delgadez –de la masa, se entiende- y lo que se planta en el medio de nuestra mesa perturba nuestras categorías. Para ser a la piedra es gorda, nos decimos, pero vamos descubriendo que esa particularidad, como las columnas del salón, sostiene un último exceso: hay tanto queso que desborda. El grosor cumple su función igual que los bordes elevados, otra marca distintiva, que hacen de nuestra comida una especie de pileta en la que quisiéramos flotar con salvavidas de pimientos y aceitunas – sorprendentes también, ellas, cortadas aunque con algún carozo extraviado por ahí. Nadamos felices.

Via Apia queda en Av. Pellegrini 961

domingo, 18 de octubre de 2015

Nápoles. Villa Crespo II



Baluarte de las pizzerías tradicionales este barrio no tan viejo para sumarse a la ola de glamorización pasadista y todavía resistente al vecino barrio invasor, sobre todo en regiones como esta, contaminadas por tufillos futboleros poco pintorescos y algunas industrias cuestionables. Sin ir más lejos, en este humilde recorrido de escritura pizzera ya es su segunda aparición. Sabemos de alguna más y sospechamos o creemos recordar algunas otras que ya vendrán. Por ahora le toca a Nápoles, que no cuenta con vistosas esquinas ni relatos legendarios. A simple vista no nos invita  ni su puerta vidriada ni su decoración de medio pelo. Pero sabemos más. Y todavía más parecen saber los que ya están adentro comiéndose sus fugazzetas e iluminando nuestro camino.

Nuestro menú se organiza en tres etapas sin contar el maní que lamentamos tener que pedir pero que parece ir solo al resto de las mesas. Pequeñas desgracias de los hambrientos cotidianos. Empezamos con fainá porque no puede faltar y porque llega antes que nadie. Amamos su amarillo subido, su forma como punta de flecha (entre el triángulo que imita a la pizza y la desprolijidad tradicional), el dorado parejo y hasta el aceite que se le escurre bajo la presión del cuchillo.
Gloriosa pero nos aguantamos y guardamos el resto para cuando la acompañe la fugazzeta que ya viene en camino. Podría venir con morrón o jamón pero vamos a lo clásico ya que las costumbres de los más entrenados la señalan alevosamente como clásico de clásicos. O eso deducimos mientras miramos las otras mesas con vocación científica y un poquito de gula.

Antes de probarla ya nos endulzamos porque viene en tabla y nos la sirve el mozo, no que tengamos  fascinación por el servicio pero nos seduce la práctica sin ostentación de cortar y barajar la servida con la palita como única herramienta. No debe ser nada fácil; hay queso y es mucho. Evocamos la ley de la proporcionalidad entre masa y queso pero dudamos de usarla como juicio de valor. En el fondo nos gusta que sea finita y no alcance a contener la catarata. Recuerden que una fugazzeta es rellena o no es y que por lo tanto todo grosor se multiplica por dos con el riesgo de terminar opacando a su partenaire. El delicado equilibrio se completa con unas cebollas bien tostadas que le dan color al asunto y se hacen amigas de tanta liquidez obscena. 

Por primera vez una pizza chica nos alcanza, aunque habría que invocar nuevamente que pizza rellena vale por dos. Solo la curiosidad nos mueve a un remate peligroso: una porción de napolitana solo para saber de qué se trata. Cumple. Así en solitario se puede decir poco, siempre, pero nos arranca una sonrisa final de dulce tomate. Para cerrar la noche, una nota de color: la cuenta se hace a mano alzada sobre el servilletero y ahí queda registrada. Color local.
 Nápoles queda en Corrientes 5588 (CABA).

domingo, 9 de agosto de 2015

El Imperio de la Pizza. Chacarita

Después de la breve pero necesario incursión por costados más oscuros de la geografía porteña y del catálogo de las pizzas más reconocidas, recaemos en el encanto de los clásicos que están en boca de todos (doblemente en boca, se entiende). En seguida se nota. La cantidad de gente es abrumadora y por un momento nos desalienta pero superamos la sospecha de que no vamos a tener dónde sentarnos y la bienvenida de un Carlitos Balá tamaño real que nos saluda desde la entrada y nos hacemos de una mesa. Suficiente para nosotros aunque el desaliento – literalmente, la falta de aliento- se va a ir transfiriendo a nuestro camarero que remata nuestra visita confesando que no quiere laburar más. Igual no falla en nada, pero sugerimos comportarse con la elasticidad del queso y la amabilidad de la panza llena de pizza.

No es solo la marea de comedores de pizza la que delata al clásico, ni siquiera la presencia de un Balá que quiere ser mito desde la efigie y las fotos –aunque desde el menú se confiese que el encuentro del flequillo con los hornos es más reciente que la que se podría suponer. Lo sintetizan ellos y los citamos nosotros en el doble eslogan: “El superclásico de Chacarita” nos ilumina desde el neón que sobrevuela la barra y “Pizzería…eran las de antes” se estampa en el menú. Advierten, por las dudas. Y dignifican con una sección de “Pizzas tradicionales”, claro que acompañadas por otras secciones. Somos fieles, ya lo dijimos, así que hay un poco y otro poco. Tampoco somos fundamentalistas porque el afán de color local tal vez nos exigiría proezas a las que no estamos dispuestos, como a comer de parados en las múltiples barras y barritas que llenan el poco espacio libre de mesas que todavía existe en la zona central entre barra y barra. Detalles.

Armamos nuestro mosaico. De un lado, Canchera. Ya no vamos a discutir quién la inventó. Los italianos inventaron la pizza pero ninguno de nosotros resignaría todo esto por una vuelta a los orígenes. Salsa de tomate, ajo picado, perejil, anuncia el menú. Pero falta aclarar que la susodicha salsa es gruesa, roja, sólida y mucha para no fugarse por la masa. Ni para caerse por los costados, lo que capaz es lo más importante. Pica, como tiene que ser, y nos refresca la garganta que se va a exponer a nuestra letalísima segunda mitad: Bretona. Queso, roquefort, cebolla, aceitunas. También perejil, aunque no lo dicen como no dicen que la canchera también tiene aceitunas. Puede que sean tan complementarias e imprescindibles como la fainá. Una apreciación que nunca falla: felicidad. El roquefort se siente, es su cualidad, pero caracolea entre la muzzarela sin ningunearla. Deliramos de felicidad y sentimos destellos verdosos entre la cremosidad. Para que el paladar no se duerma ni se derrita. Tenemos que advertir que entre un queso, otro queso, tomate y todo lo demás, lo de arriba equipara en grosor a lo de abajo. Podemos formular una ley de proporción: toda pizza que se precie, o que a-preciemos, balancea forma (masa) y contenido (queso, etc.).


¿Qué nos está faltando decir? Es evidente que nos creemos mejores que los inventores de la pizza porque la acompañamos con fainá. Arriba, al costado, junta o separada. No hay dos sin tres, como dicen por ahí. Asoma la controversia. Algunos la quisiéramos más finita pero no podemos quejarnos; ha burbujeado de lo lindo y se siente la garbanzocidad. Nada de mezclas, todo sabor. Y lo más importante si atendemos a la promesa promocional: el corte es desparejo, inexplicable...como los de antes.

El Imperio de la Pizza queda en Corrientes 6895 (CABA)



domingo, 26 de julio de 2015

El Mazacote. Montserrat

Podríamos empezar con un “todo me recuerda a ti” continuando la entrada anterior. No es porque hayamos quedado prendados de Jaimito. Quedamos, pero hay una sintonía que no podemos obviar desde la ubicación esquinera y el look barrial sin pose de El Mazacote. Incluso en la línea casi recta que podríamos trazar desde allá hasta acá, Chile 1400, en el barrio de Montserrat. No queremos indagar demasiado en el aire de familia a riesgo de encontrar una megacadena oculta bajo múltiples fachadas de austeridad así que nos remitimos a lo observable, pero digamos observable con todos los sentidos.

Las promesas son las mismas: pizza a la piedra en horno de leña, que parece una pero son dos. Y esta vez sí que vemos las llamas allá a lo lejos atrás del mostrador. La carta nos apabulla con la misma variedad desmesurada hasta el absurdo de la superposición de combinaciones que ocultan ingredientes sospechosamente similares con organizaciones y nombres diversos. Hacemos como si efectivamente continuáramos algo y no caemos otra vez en el engaño de una portuguesa que no se ajusta a nuestros preconceptos (lo que no le quita mérito pero esto es puro impresionismo y queremos ajíes tricolores en todo lo que se precie de portugués). Vamos por más porque hace tiempo empezamos a olvidar la máxima autoimpuesta de una muzzarela por lugar para garantizar la exactitud de las comparaciones. Somos arbitrarios y subjetivos, no está mal cuando se trata de gustos. Están invitados a llevarnos la contra. Somos, eso sí, fieles a la glotonería y a la máxima proliferación dentro de los estrechos límites impuestos por el menú: pedimos muzzarela con roquefort y una de las combinaciones reiteradas, tomate y cebolla, superposición de lo mejor de los clásicos mundos de la napolitana y la fugazza.



Cumple lo que promete. Al horno – de leña, de lo que sea, no somos tan exquisitos- lo delatan los ojos tostados en el borde crujiente, inflado, lleno de aire de una masa de esas que saben imponer su personalidad sin la prepotencia del grosor. Lo delata también una fainá que es puro calor desde el dorado de arriba hasta el borde crujiente. Logros que suman puntos. Una pizza sin fainá solo se acepta en casos extremos. Otras experiencias, ya hablaremos. Aunque no necesitaba nada más, vale el exceso y combinamos con una "fainazzeta". El nombre se explica por sí mismo: hay que sumar virtudes de fainá a virtudes de una hipotética fugazzeta que no llegamos a probar. Lo crujiente que se pierde en una montaña de queso de la que solo asoma un incomparable borde se equilibra con cebollas doradas.  Por lo demás, la pizza es grande y tiene todo lo que hay que tener. Y por encima de todo eso, tiene aceitunas: grandes, jugosas, sin carozo (heterodoxo, pero imprescindible para ser parte de la misma mordida).



Para matizar, nos quejamos del uso desmesurado de la sal. Culpamos a la salsa, al queso, a las mismas aceitunas. Equilibramos con dosis recargadas de agua en las próximas horas y adelante, no resta demasiados méritos y  sabemos que además se trata de una reivindicación más bien personal. Insistimos en que todo está en los detalles. Nuestros paladares pizzeros quieren sorpresas sin desvíos, una razón para la proliferación de manos maestras y una excusa para seguir la recorrida. 

El Mazacote queda en Chile 1400 (CABA).

domingo, 5 de abril de 2015

Jaimito. Boedo

Un farol, un portón, igual que en un tango. Jaimito no ostenta barrialidad tanguera así que es más o menos, pero hay faroles y hay puerta, un interior con los indicadores justos de que estamos en Boedo pero sin presumir de nada. Tampoco presumen de haber inventado ninguna variedad de pizzas. Un exterior de ladrillos y un horno ídem, que es lo que importa para una gloriosa pizza a la piedra en horno de leña que es lo que promete el vidrio pintado. Un domingo a la noche hay poca gente, lo que nos da la prioridad sobre el único mozo, sobrio, tradicional, sin excesos de alegría, ni virtuosismo pero eficaz.


Nuestra primera impresión es que acá está bueno hasta el maní. Llega con la cerveza sin hacerse rogar y acompaña el detallado estudio del menú, hábilmente balanceado entre opciones tradicionales y abrumadoras variaciones sobre la clásica muzzarela. Nos tientan tanto las versiones regionalistas (gallega, portuguesa, calabresa, americana) que abandonamos lo convencional por una de las propuestas vernáculas: una mitad de la innominada muzzarela con rodajas de tomate y cebolla (afrontémoslo, la napolitana esperaba su cebolla) y la otra portuguesa (ají, tomate, cebolla y muzzarela). Hacemos ojos sordos a la cara de sorpresa del mozo que ofrece una pizza chica y a nuestra grande la sumamos dos fainás. En breve vamos a descubrir que en el pedido hubo una genialidad y un error, pero ahora eso no importa porque todavía no lo sabemos.

Lo primero que llega a la mesa, después de nuestra cerveza y su maní, claro, es un salero y un pimentero. Vieja escuela, iguales pero codificados por color, café en la sal, pimienta molida, la pizza no es donde ensayar con molidos, molinillos y variedades. Cuando llega nuestra fuente descubrimos el tamaño de un error del que tenemos que hacernos cargo por completo: entre una portuguesa con muzzarella (la original viene sin) y una muzzarela con tomate y cebolla, la única diferencia son las tiritas de morrón que serpentean a lo largo de la primera. En nuestras cabezas se había agitado un tropel de tonalidades de ajíes que no están.  Lástima, pero una puerta abierta a la exploración futura de otras variedades.


La decoración vegetal incluye la genialidad de poner aceitunas verdes sin carozo. Es controversial, uno de nosotros pone reparos, pero finalmente les permite ser algo más que un prescindible accesorio. La salsa viene justo abajo. No es un error, sobrevuela al queso para marcar su territorio sin protagonismo. El queso que viene después no cambia mucho las cosas. Hace todo lo que tiene que hacer pero queda irremediablemente atrás del gran final que está vez es lo de abajo. Lo que acá hay que venir a comer es la masa. Aunque más no sea para darle qué hacer al grande hombre que la manosea bajo pedido y que podemos ver atrás del mostrador. Masa de pizza a la piedra, curvas de alguna inflamación, harina quemada sobre los bordes para probar la aptitud del horno, sea o no de la leña que se nos ha prometido. Cruje, contiene pero se deja vencer por el peso de sus ingredientes. Comerla con la mano implicaría un desafío de dobleces y sorbidos de cebolla. También nos somete a nosotros que la votamos como la mejor hasta el momento.

Ahora a lo que importa. La gran estrella de la noche es la fainá, aunque más no sea porque cuando se trata de garbanzos cuesta más conformarnos con cualquier cosa. Esa fue la genialidad de nuestro pedido. Llega irresistiblemente antes que la pizza y espera en su bandeja de aluminio, con los contornos oscilantes que delatan el corte de una materia extensa. El pimentero que había venido antes le estaba destinado pero creemos justo ignorarlo.  No hay nada que pueda mejorar esa solidez cremosa rematada, en sus dos caras, por los desprendimientos dorados que hacen la felicidad.


Jaimito queda en México 3402/ Virrey Liniers 709 (CABA).