domingo, 18 de octubre de 2015

Nápoles. Villa Crespo II



Baluarte de las pizzerías tradicionales este barrio no tan viejo para sumarse a la ola de glamorización pasadista y todavía resistente al vecino barrio invasor, sobre todo en regiones como esta, contaminadas por tufillos futboleros poco pintorescos y algunas industrias cuestionables. Sin ir más lejos, en este humilde recorrido de escritura pizzera ya es su segunda aparición. Sabemos de alguna más y sospechamos o creemos recordar algunas otras que ya vendrán. Por ahora le toca a Nápoles, que no cuenta con vistosas esquinas ni relatos legendarios. A simple vista no nos invita  ni su puerta vidriada ni su decoración de medio pelo. Pero sabemos más. Y todavía más parecen saber los que ya están adentro comiéndose sus fugazzetas e iluminando nuestro camino.

Nuestro menú se organiza en tres etapas sin contar el maní que lamentamos tener que pedir pero que parece ir solo al resto de las mesas. Pequeñas desgracias de los hambrientos cotidianos. Empezamos con fainá porque no puede faltar y porque llega antes que nadie. Amamos su amarillo subido, su forma como punta de flecha (entre el triángulo que imita a la pizza y la desprolijidad tradicional), el dorado parejo y hasta el aceite que se le escurre bajo la presión del cuchillo.
Gloriosa pero nos aguantamos y guardamos el resto para cuando la acompañe la fugazzeta que ya viene en camino. Podría venir con morrón o jamón pero vamos a lo clásico ya que las costumbres de los más entrenados la señalan alevosamente como clásico de clásicos. O eso deducimos mientras miramos las otras mesas con vocación científica y un poquito de gula.

Antes de probarla ya nos endulzamos porque viene en tabla y nos la sirve el mozo, no que tengamos  fascinación por el servicio pero nos seduce la práctica sin ostentación de cortar y barajar la servida con la palita como única herramienta. No debe ser nada fácil; hay queso y es mucho. Evocamos la ley de la proporcionalidad entre masa y queso pero dudamos de usarla como juicio de valor. En el fondo nos gusta que sea finita y no alcance a contener la catarata. Recuerden que una fugazzeta es rellena o no es y que por lo tanto todo grosor se multiplica por dos con el riesgo de terminar opacando a su partenaire. El delicado equilibrio se completa con unas cebollas bien tostadas que le dan color al asunto y se hacen amigas de tanta liquidez obscena. 

Por primera vez una pizza chica nos alcanza, aunque habría que invocar nuevamente que pizza rellena vale por dos. Solo la curiosidad nos mueve a un remate peligroso: una porción de napolitana solo para saber de qué se trata. Cumple. Así en solitario se puede decir poco, siempre, pero nos arranca una sonrisa final de dulce tomate. Para cerrar la noche, una nota de color: la cuenta se hace a mano alzada sobre el servilletero y ahí queda registrada. Color local.
 Nápoles queda en Corrientes 5588 (CABA).

domingo, 9 de agosto de 2015

El Imperio de la Pizza. Chacarita

Después de la breve pero necesario incursión por costados más oscuros de la geografía porteña y del catálogo de las pizzas más reconocidas, recaemos en el encanto de los clásicos que están en boca de todos (doblemente en boca, se entiende). En seguida se nota. La cantidad de gente es abrumadora y por un momento nos desalienta pero superamos la sospecha de que no vamos a tener dónde sentarnos y la bienvenida de un Carlitos Balá tamaño real que nos saluda desde la entrada y nos hacemos de una mesa. Suficiente para nosotros aunque el desaliento – literalmente, la falta de aliento- se va a ir transfiriendo a nuestro camarero que remata nuestra visita confesando que no quiere laburar más. Igual no falla en nada, pero sugerimos comportarse con la elasticidad del queso y la amabilidad de la panza llena de pizza.

No es solo la marea de comedores de pizza la que delata al clásico, ni siquiera la presencia de un Balá que quiere ser mito desde la efigie y las fotos –aunque desde el menú se confiese que el encuentro del flequillo con los hornos es más reciente que la que se podría suponer. Lo sintetizan ellos y los citamos nosotros en el doble eslogan: “El superclásico de Chacarita” nos ilumina desde el neón que sobrevuela la barra y “Pizzería…eran las de antes” se estampa en el menú. Advierten, por las dudas. Y dignifican con una sección de “Pizzas tradicionales”, claro que acompañadas por otras secciones. Somos fieles, ya lo dijimos, así que hay un poco y otro poco. Tampoco somos fundamentalistas porque el afán de color local tal vez nos exigiría proezas a las que no estamos dispuestos, como a comer de parados en las múltiples barras y barritas que llenan el poco espacio libre de mesas que todavía existe en la zona central entre barra y barra. Detalles.

Armamos nuestro mosaico. De un lado, Canchera. Ya no vamos a discutir quién la inventó. Los italianos inventaron la pizza pero ninguno de nosotros resignaría todo esto por una vuelta a los orígenes. Salsa de tomate, ajo picado, perejil, anuncia el menú. Pero falta aclarar que la susodicha salsa es gruesa, roja, sólida y mucha para no fugarse por la masa. Ni para caerse por los costados, lo que capaz es lo más importante. Pica, como tiene que ser, y nos refresca la garganta que se va a exponer a nuestra letalísima segunda mitad: Bretona. Queso, roquefort, cebolla, aceitunas. También perejil, aunque no lo dicen como no dicen que la canchera también tiene aceitunas. Puede que sean tan complementarias e imprescindibles como la fainá. Una apreciación que nunca falla: felicidad. El roquefort se siente, es su cualidad, pero caracolea entre la muzzarela sin ningunearla. Deliramos de felicidad y sentimos destellos verdosos entre la cremosidad. Para que el paladar no se duerma ni se derrita. Tenemos que advertir que entre un queso, otro queso, tomate y todo lo demás, lo de arriba equipara en grosor a lo de abajo. Podemos formular una ley de proporción: toda pizza que se precie, o que a-preciemos, balancea forma (masa) y contenido (queso, etc.).


¿Qué nos está faltando decir? Es evidente que nos creemos mejores que los inventores de la pizza porque la acompañamos con fainá. Arriba, al costado, junta o separada. No hay dos sin tres, como dicen por ahí. Asoma la controversia. Algunos la quisiéramos más finita pero no podemos quejarnos; ha burbujeado de lo lindo y se siente la garbanzocidad. Nada de mezclas, todo sabor. Y lo más importante si atendemos a la promesa promocional: el corte es desparejo, inexplicable...como los de antes.

El Imperio de la Pizza queda en Corrientes 6895 (CABA)



domingo, 26 de julio de 2015

El Mazacote. Montserrat

Podríamos empezar con un “todo me recuerda a ti” continuando la entrada anterior. No es porque hayamos quedado prendados de Jaimito. Quedamos, pero hay una sintonía que no podemos obviar desde la ubicación esquinera y el look barrial sin pose de El Mazacote. Incluso en la línea casi recta que podríamos trazar desde allá hasta acá, Chile 1400, en el barrio de Montserrat. No queremos indagar demasiado en el aire de familia a riesgo de encontrar una megacadena oculta bajo múltiples fachadas de austeridad así que nos remitimos a lo observable, pero digamos observable con todos los sentidos.

Las promesas son las mismas: pizza a la piedra en horno de leña, que parece una pero son dos. Y esta vez sí que vemos las llamas allá a lo lejos atrás del mostrador. La carta nos apabulla con la misma variedad desmesurada hasta el absurdo de la superposición de combinaciones que ocultan ingredientes sospechosamente similares con organizaciones y nombres diversos. Hacemos como si efectivamente continuáramos algo y no caemos otra vez en el engaño de una portuguesa que no se ajusta a nuestros preconceptos (lo que no le quita mérito pero esto es puro impresionismo y queremos ajíes tricolores en todo lo que se precie de portugués). Vamos por más porque hace tiempo empezamos a olvidar la máxima autoimpuesta de una muzzarela por lugar para garantizar la exactitud de las comparaciones. Somos arbitrarios y subjetivos, no está mal cuando se trata de gustos. Están invitados a llevarnos la contra. Somos, eso sí, fieles a la glotonería y a la máxima proliferación dentro de los estrechos límites impuestos por el menú: pedimos muzzarela con roquefort y una de las combinaciones reiteradas, tomate y cebolla, superposición de lo mejor de los clásicos mundos de la napolitana y la fugazza.



Cumple lo que promete. Al horno – de leña, de lo que sea, no somos tan exquisitos- lo delatan los ojos tostados en el borde crujiente, inflado, lleno de aire de una masa de esas que saben imponer su personalidad sin la prepotencia del grosor. Lo delata también una fainá que es puro calor desde el dorado de arriba hasta el borde crujiente. Logros que suman puntos. Una pizza sin fainá solo se acepta en casos extremos. Otras experiencias, ya hablaremos. Aunque no necesitaba nada más, vale el exceso y combinamos con una "fainazzeta". El nombre se explica por sí mismo: hay que sumar virtudes de fainá a virtudes de una hipotética fugazzeta que no llegamos a probar. Lo crujiente que se pierde en una montaña de queso de la que solo asoma un incomparable borde se equilibra con cebollas doradas.  Por lo demás, la pizza es grande y tiene todo lo que hay que tener. Y por encima de todo eso, tiene aceitunas: grandes, jugosas, sin carozo (heterodoxo, pero imprescindible para ser parte de la misma mordida).



Para matizar, nos quejamos del uso desmesurado de la sal. Culpamos a la salsa, al queso, a las mismas aceitunas. Equilibramos con dosis recargadas de agua en las próximas horas y adelante, no resta demasiados méritos y  sabemos que además se trata de una reivindicación más bien personal. Insistimos en que todo está en los detalles. Nuestros paladares pizzeros quieren sorpresas sin desvíos, una razón para la proliferación de manos maestras y una excusa para seguir la recorrida. 

El Mazacote queda en Chile 1400 (CABA).

domingo, 5 de abril de 2015

Jaimito. Boedo

Un farol, un portón, igual que en un tango. Jaimito no ostenta barrialidad tanguera así que es más o menos, pero hay faroles y hay puerta, un interior con los indicadores justos de que estamos en Boedo pero sin presumir de nada. Tampoco presumen de haber inventado ninguna variedad de pizzas. Un exterior de ladrillos y un horno ídem, que es lo que importa para una gloriosa pizza a la piedra en horno de leña que es lo que promete el vidrio pintado. Un domingo a la noche hay poca gente, lo que nos da la prioridad sobre el único mozo, sobrio, tradicional, sin excesos de alegría, ni virtuosismo pero eficaz.


Nuestra primera impresión es que acá está bueno hasta el maní. Llega con la cerveza sin hacerse rogar y acompaña el detallado estudio del menú, hábilmente balanceado entre opciones tradicionales y abrumadoras variaciones sobre la clásica muzzarela. Nos tientan tanto las versiones regionalistas (gallega, portuguesa, calabresa, americana) que abandonamos lo convencional por una de las propuestas vernáculas: una mitad de la innominada muzzarela con rodajas de tomate y cebolla (afrontémoslo, la napolitana esperaba su cebolla) y la otra portuguesa (ají, tomate, cebolla y muzzarela). Hacemos ojos sordos a la cara de sorpresa del mozo que ofrece una pizza chica y a nuestra grande la sumamos dos fainás. En breve vamos a descubrir que en el pedido hubo una genialidad y un error, pero ahora eso no importa porque todavía no lo sabemos.

Lo primero que llega a la mesa, después de nuestra cerveza y su maní, claro, es un salero y un pimentero. Vieja escuela, iguales pero codificados por color, café en la sal, pimienta molida, la pizza no es donde ensayar con molidos, molinillos y variedades. Cuando llega nuestra fuente descubrimos el tamaño de un error del que tenemos que hacernos cargo por completo: entre una portuguesa con muzzarella (la original viene sin) y una muzzarela con tomate y cebolla, la única diferencia son las tiritas de morrón que serpentean a lo largo de la primera. En nuestras cabezas se había agitado un tropel de tonalidades de ajíes que no están.  Lástima, pero una puerta abierta a la exploración futura de otras variedades.


La decoración vegetal incluye la genialidad de poner aceitunas verdes sin carozo. Es controversial, uno de nosotros pone reparos, pero finalmente les permite ser algo más que un prescindible accesorio. La salsa viene justo abajo. No es un error, sobrevuela al queso para marcar su territorio sin protagonismo. El queso que viene después no cambia mucho las cosas. Hace todo lo que tiene que hacer pero queda irremediablemente atrás del gran final que está vez es lo de abajo. Lo que acá hay que venir a comer es la masa. Aunque más no sea para darle qué hacer al grande hombre que la manosea bajo pedido y que podemos ver atrás del mostrador. Masa de pizza a la piedra, curvas de alguna inflamación, harina quemada sobre los bordes para probar la aptitud del horno, sea o no de la leña que se nos ha prometido. Cruje, contiene pero se deja vencer por el peso de sus ingredientes. Comerla con la mano implicaría un desafío de dobleces y sorbidos de cebolla. También nos somete a nosotros que la votamos como la mejor hasta el momento.

Ahora a lo que importa. La gran estrella de la noche es la fainá, aunque más no sea porque cuando se trata de garbanzos cuesta más conformarnos con cualquier cosa. Esa fue la genialidad de nuestro pedido. Llega irresistiblemente antes que la pizza y espera en su bandeja de aluminio, con los contornos oscilantes que delatan el corte de una materia extensa. El pimentero que había venido antes le estaba destinado pero creemos justo ignorarlo.  No hay nada que pueda mejorar esa solidez cremosa rematada, en sus dos caras, por los desprendimientos dorados que hacen la felicidad.


Jaimito queda en México 3402/ Virrey Liniers 709 (CABA).

Burgio. Belgrano.

Hacemos nuestra segunda incursión en las pizzerías tradicionales de los barrios y nos lanzamos a explorar esta rareza de azulejos multicolores y pizzeras de un negro brillante de años y aceites en un territorio donde suelen campear las farolas y otras modalidades alejadas de lo rudimentario. Sabemos que el éxito está asegurado. Por ahora no hay riesgos. Nadie, nada subsiste tantos años con el gusto estético y gastronómico anclado en edades anteriores a la pizza a la piedra, la rúcula y el delivery como primera –y a veces única- opción.

Aprendemos de la remera del mozo –más canchero que la pizza, con menos firulete que el menú- que Burgio es seis años más vieja que la pizzería de nuestra aventura anterior. 1932. Algunas cosas habrán cambiado, algunas en los últimos años como un toldo que recordábamos que resguardaba las mesas de la calle y que se habrá volado en un huracán normativo reciente. Presumimos que las opciones alimentarias permanecen fieles a la tradición: pocas y clásicas con algunas variantes idiosincráticas. Curiosamente acá no se presume de la invención de nada pero la oferta de combinaciones prediseñadas habla de una tradición que en algún momento se habrá fijado: la muzzarela y jamón y morrón y la muzzarela y jamón o morrón. Sutil pero atendible diferencia que puede generar algún que otro dolor de cabeza en torno a la pequeña conjunción.
En algún momento nos tienta la fugazzeta pero nos descorazonamos a medias cuando vemos que la cebolla no se junta con nadie: ni fugazza ni fugazzeta vienen con opción de pizza chica o media pizza. Las convenciones lo exigen de ese modo y no reclamamos innovación donde no hace falta. Nos conformamos con relojear la de otra mesa –linda, cebollas doradas con puntas oscuras, muchas, crujientes, en altura- y optamos por aprovechar la combinación que Burgio –sus dueños, sus clientes o sus amigos- pensó por nosotros: muzzarela y morrón.

De abajo para arriba. La masa es de esas que llaman media aunque postular un entero sería un abuso. El justo medio, digamos. Cruje por abajo, se doró de arriba. Hay mucho más que calor de horno, estaba ese aceite que ennegrecía la pizzera y está ese otro que dora la masa. Nada la pone en peligro: la salsa es una mediación de color entre la masa y lo demás. Extrañamos un ácido salvador frente a la vorágine, pero tendemos a respetar las elecciones de los artistas (de la pizza, se entiende). Sin adversarios, el queso es el protagonista. Mucho, contundente sin pasarse, del grosor suficiente para cumplir su papel estelar sin causar un coma lácteo. Repetimos, el justo medio. Y sin embargo también es transición, como la salsa. Porque lo que Burgio sabe hacer es sorprendernos; el mundo no termina en el queso ni se cierra con espolvoreado manual de orégano y ají molido. Por encima, como nota de color, el perejil. Nada de lluvia, imaginamos un recipiente lleno de aceite que se carga de verde y sabores. Imaginamos la chorreada que produce las líneas que interrumpen el queso. Tercer capa de aceite y la mejor sorpresa de la noche.


De la otra protagonista hablamos aparte para darle la atención que merece. Reclamamos autonomía para la fainá. Por eso somos exigentes, obsesivos, insatisfechos. Acá no le encontramos mucho más que la función acompañamiento. Nos gustan las capitas doradas que se desprenden del resto pero el dorado de la pizza falta donde más se lo necesita. Sostiene el justo medio de grosor y lo apreciamos pero todavía esperamos sabores que disputen un lugar en nuestros paladares.
 Burgio queda en Cabildo 2477 (CABA).









domingo, 8 de febrero de 2015

Angelín. Villa Crespo


La primera parada es Angelín. Lo vimos un día desde el 168 y no se salía de nuestras cabezas así volvimos al 168 para llegar a Córdoba 5270, un lugar que nunca decidiremos si es Palermo o Villa Crespo.

Quienes lo conocen saben que la entrada engaña. Parece que ese estrecho cuadrado es todo y que sólo se come en la barra. Nadie engaña a los cara de pizza. El que esta noche conduce la expedición sabe que hay que poner cara de entendido y seguir para el fondo porque los salones se continúan como en una casa chorizo. Ahí elegís mesa – cada una tiene un número adosado a la pared, como el número de la casa que te aloja mientras dure tu pizza- y esperás al único mozo que se pesca al boleo pero que no falla.
Fieles a algunas tradiciones tomamos un moscato –hay de litro, de ½ y ¼- y armamos la combinación: media muzzarela, un minimalismo revelador de lo que hace el talento de un pizzero sin adornos en que escudarse, y media fugazzeta (que es una fugazza con queso). Hacia el final de la visita, uno de nosotros quedará conforme con el cobro proporcional de las mitades, un punto a favor de tantos redondeadores a la variedad más cara.

No nos entretenemos en aceitunas cumplidas y vamos a lo que importa. Nos gusta que la masa no sea toda la pizza, o que la pizza no sea toda masa. Sostiene su carga sin excesos. Los bordes y la base crujen delatando esa variedad esponjosa que por tamaño se tuesta y casi se fríe en jugos puestos a propósito o prestados de su cubierta. Nos gusta. Y nos gusta más que en la muzzarela haya mucho queso pero que también haya mucha salsa. Y que la salsa tenga cebolla. El tomate asoma abajo del queso, la cebolla se muerde atrapada entre los dos, está y quiere hacerse notar. Algunos podrían extrañar el orégano puntuando el queso pero suponemos que hay algo de identidad en lo austero.

Si una muzzarela pasa la prueba no hay mucho más que una fugazzeta pueda agregar, alcanza lo descriptivo. El queso, mucho, atrapa la cebolla, que también es mucha pero no agrede: justa proporción de grasitud y cocción.

No nos olvidamos de otro clásico. Toda pizza merece su fainá y esta viene escondida abajo de la masa. Como tenemos corazones vintage apreciamos que sea despareja, de esa que se hace en una fuente enorme y se corta zigzagueante y no la que trata de imitar a la pizza desde su fuente hasta el corte. Hubiéramos querido algún sabor más punzante que falta por la desafectación de los condimentos o por los siempre sospechados garbanzos rebajados. Para compensar, tiene el grosor que tiene que tener, se le desprenden las capitas de arriba y abajo y, como la pizza, le crujen los bordes que reclaman que los mordamos al final. 

Angelín queda en Córdoba 5270 (CABA).