Después de la
breve pero necesario incursión por costados más oscuros de la geografía porteña
y del catálogo de las pizzas más reconocidas, recaemos en el encanto de los
clásicos que están en boca de todos (doblemente en boca, se entiende). En
seguida se nota. La cantidad de gente es abrumadora y por un momento nos
desalienta pero superamos la sospecha de que no vamos a tener dónde sentarnos y
la bienvenida de un Carlitos Balá tamaño real que nos saluda desde la entrada y
nos hacemos de una mesa. Suficiente para nosotros aunque el desaliento –
literalmente, la falta de aliento- se va a ir transfiriendo a nuestro camarero
que remata nuestra visita confesando que no quiere laburar más. Igual no falla
en nada, pero sugerimos comportarse con la elasticidad del queso y la
amabilidad de la panza llena de pizza.
No es solo la
marea de comedores de pizza la que delata al clásico, ni siquiera la presencia
de un Balá que quiere ser mito desde la efigie y las fotos –aunque desde el
menú se confiese que el encuentro del flequillo con los hornos es más reciente
que la que se podría suponer. Lo sintetizan ellos y los citamos nosotros en el
doble eslogan: “El superclásico de Chacarita” nos ilumina desde el neón que
sobrevuela la barra y “Pizzería…eran las de antes” se estampa en el menú.
Advierten, por las dudas. Y dignifican con una sección de “Pizzas
tradicionales”, claro que acompañadas por otras secciones. Somos fieles, ya lo
dijimos, así que hay un poco y otro poco. Tampoco somos fundamentalistas porque
el afán de color local tal vez nos exigiría proezas a las que no estamos
dispuestos, como a comer de parados en las múltiples barras y barritas que
llenan el poco espacio libre de mesas que todavía existe en la zona central
entre barra y barra. Detalles.

Armamos nuestro mosaico.
De un lado, Canchera. Ya no vamos a discutir quién la inventó. Los italianos
inventaron la pizza pero ninguno de nosotros resignaría todo esto por una
vuelta a los orígenes. Salsa de tomate, ajo picado, perejil, anuncia el menú.
Pero falta aclarar que la susodicha salsa es gruesa, roja, sólida y mucha para
no fugarse por la masa. Ni para caerse por los costados, lo que capaz es lo más
importante. Pica, como tiene que ser, y nos refresca la garganta que se va a
exponer a nuestra letalísima segunda mitad: Bretona. Queso, roquefort, cebolla,
aceitunas. También perejil, aunque no lo dicen como no dicen que la canchera
también tiene aceitunas. Puede que sean tan complementarias e imprescindibles
como la fainá. Una apreciación que nunca falla: felicidad. El roquefort se
siente, es su cualidad, pero caracolea entre la muzzarela sin ningunearla. Deliramos
de felicidad y sentimos destellos verdosos entre la cremosidad. Para que el
paladar no se duerma ni se derrita. Tenemos que advertir que entre un queso, otro
queso, tomate y todo lo demás, lo de arriba equipara en grosor a lo de abajo.
Podemos formular una ley de proporción: toda pizza que se precie, o que
a-preciemos, balancea forma (masa) y contenido (queso, etc.).
¿Qué nos está
faltando decir? Es evidente que nos creemos mejores que los inventores de la
pizza porque la acompañamos con fainá. Arriba, al costado, junta o separada. No
hay dos sin tres, como dicen por ahí. Asoma la controversia. Algunos la
quisiéramos más finita pero no podemos quejarnos; ha burbujeado de lo lindo y
se siente la garbanzocidad. Nada de mezclas, todo sabor. Y lo más importante si
atendemos a la promesa promocional: el corte es desparejo, inexplicable...como
los de antes.
El Imperio de la Pizza queda en Corrientes 6895 (CABA)