Hacemos nuestra
segunda incursión en las pizzerías tradicionales de los barrios y nos lanzamos
a explorar esta rareza de azulejos multicolores y pizzeras de un negro
brillante de años y aceites en un territorio donde suelen campear las farolas y
otras modalidades alejadas de lo rudimentario. Sabemos que el éxito está
asegurado. Por ahora no hay riesgos. Nadie, nada subsiste tantos años con el
gusto estético y gastronómico anclado en edades anteriores a la pizza a la
piedra, la rúcula y el delivery como primera –y a veces única- opción.
Aprendemos de la
remera del mozo –más canchero que la pizza, con menos firulete que el menú- que
Burgio es seis años más vieja que la pizzería de nuestra aventura anterior.
1932. Algunas cosas habrán cambiado, algunas en los últimos años como un toldo
que recordábamos que resguardaba las mesas de la calle y que se habrá volado en
un huracán normativo reciente. Presumimos que las opciones alimentarias
permanecen fieles a la tradición: pocas y clásicas con algunas variantes
idiosincráticas. Curiosamente acá no se presume de la invención de nada pero la
oferta de combinaciones prediseñadas habla de una tradición que en algún
momento se habrá fijado: la muzzarela y jamón y morrón y la muzzarela y jamón o
morrón. Sutil pero atendible diferencia que puede generar algún que otro dolor
de cabeza en torno a la pequeña conjunción.
En algún momento
nos tienta la fugazzeta pero nos descorazonamos a medias cuando vemos que la
cebolla no se junta con nadie: ni fugazza ni fugazzeta vienen con opción de
pizza chica o media pizza. Las convenciones lo exigen de ese modo y no reclamamos
innovación donde no hace falta. Nos conformamos con relojear la de otra mesa
–linda, cebollas doradas con puntas oscuras, muchas, crujientes, en altura- y
optamos por aprovechar la combinación que Burgio –sus dueños, sus clientes o
sus amigos- pensó por nosotros: muzzarela y morrón.

De abajo para
arriba. La masa es de esas que llaman media aunque postular un entero sería un
abuso. El justo medio, digamos. Cruje por abajo, se doró de arriba. Hay mucho
más que calor de horno, estaba ese aceite que ennegrecía la pizzera y está ese
otro que dora la masa. Nada la pone en peligro: la salsa es una mediación de
color entre la masa y lo demás. Extrañamos un ácido salvador frente a la
vorágine, pero tendemos a respetar las elecciones de los artistas (de la pizza,
se entiende). Sin adversarios, el queso es el protagonista. Mucho, contundente
sin pasarse, del grosor suficiente para cumplir su papel estelar sin causar un
coma lácteo. Repetimos, el justo medio. Y sin embargo también es transición,
como la salsa. Porque lo que Burgio sabe hacer es sorprendernos; el mundo no
termina en el queso ni se cierra con espolvoreado manual de orégano y ají
molido. Por encima, como nota de color, el perejil. Nada de lluvia, imaginamos
un recipiente lleno de aceite que se carga de verde y sabores. Imaginamos la
chorreada que produce las líneas que interrumpen el queso. Tercer capa de
aceite y la mejor sorpresa de la noche.
De la otra
protagonista hablamos aparte para darle la atención que merece. Reclamamos
autonomía para la fainá. Por eso somos exigentes, obsesivos, insatisfechos. Acá
no le encontramos mucho más que la función acompañamiento. Nos gustan las
capitas doradas que se desprenden del resto pero el dorado de la pizza falta
donde más se lo necesita. Sostiene el justo medio de grosor y lo apreciamos
pero todavía esperamos sabores que disputen un lugar en nuestros paladares.
Burgio queda en Cabildo 2477 (CABA).
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