domingo, 5 de abril de 2015

Jaimito. Boedo

Un farol, un portón, igual que en un tango. Jaimito no ostenta barrialidad tanguera así que es más o menos, pero hay faroles y hay puerta, un interior con los indicadores justos de que estamos en Boedo pero sin presumir de nada. Tampoco presumen de haber inventado ninguna variedad de pizzas. Un exterior de ladrillos y un horno ídem, que es lo que importa para una gloriosa pizza a la piedra en horno de leña que es lo que promete el vidrio pintado. Un domingo a la noche hay poca gente, lo que nos da la prioridad sobre el único mozo, sobrio, tradicional, sin excesos de alegría, ni virtuosismo pero eficaz.


Nuestra primera impresión es que acá está bueno hasta el maní. Llega con la cerveza sin hacerse rogar y acompaña el detallado estudio del menú, hábilmente balanceado entre opciones tradicionales y abrumadoras variaciones sobre la clásica muzzarela. Nos tientan tanto las versiones regionalistas (gallega, portuguesa, calabresa, americana) que abandonamos lo convencional por una de las propuestas vernáculas: una mitad de la innominada muzzarela con rodajas de tomate y cebolla (afrontémoslo, la napolitana esperaba su cebolla) y la otra portuguesa (ají, tomate, cebolla y muzzarela). Hacemos ojos sordos a la cara de sorpresa del mozo que ofrece una pizza chica y a nuestra grande la sumamos dos fainás. En breve vamos a descubrir que en el pedido hubo una genialidad y un error, pero ahora eso no importa porque todavía no lo sabemos.

Lo primero que llega a la mesa, después de nuestra cerveza y su maní, claro, es un salero y un pimentero. Vieja escuela, iguales pero codificados por color, café en la sal, pimienta molida, la pizza no es donde ensayar con molidos, molinillos y variedades. Cuando llega nuestra fuente descubrimos el tamaño de un error del que tenemos que hacernos cargo por completo: entre una portuguesa con muzzarella (la original viene sin) y una muzzarela con tomate y cebolla, la única diferencia son las tiritas de morrón que serpentean a lo largo de la primera. En nuestras cabezas se había agitado un tropel de tonalidades de ajíes que no están.  Lástima, pero una puerta abierta a la exploración futura de otras variedades.


La decoración vegetal incluye la genialidad de poner aceitunas verdes sin carozo. Es controversial, uno de nosotros pone reparos, pero finalmente les permite ser algo más que un prescindible accesorio. La salsa viene justo abajo. No es un error, sobrevuela al queso para marcar su territorio sin protagonismo. El queso que viene después no cambia mucho las cosas. Hace todo lo que tiene que hacer pero queda irremediablemente atrás del gran final que está vez es lo de abajo. Lo que acá hay que venir a comer es la masa. Aunque más no sea para darle qué hacer al grande hombre que la manosea bajo pedido y que podemos ver atrás del mostrador. Masa de pizza a la piedra, curvas de alguna inflamación, harina quemada sobre los bordes para probar la aptitud del horno, sea o no de la leña que se nos ha prometido. Cruje, contiene pero se deja vencer por el peso de sus ingredientes. Comerla con la mano implicaría un desafío de dobleces y sorbidos de cebolla. También nos somete a nosotros que la votamos como la mejor hasta el momento.

Ahora a lo que importa. La gran estrella de la noche es la fainá, aunque más no sea porque cuando se trata de garbanzos cuesta más conformarnos con cualquier cosa. Esa fue la genialidad de nuestro pedido. Llega irresistiblemente antes que la pizza y espera en su bandeja de aluminio, con los contornos oscilantes que delatan el corte de una materia extensa. El pimentero que había venido antes le estaba destinado pero creemos justo ignorarlo.  No hay nada que pueda mejorar esa solidez cremosa rematada, en sus dos caras, por los desprendimientos dorados que hacen la felicidad.


Jaimito queda en México 3402/ Virrey Liniers 709 (CABA).

Burgio. Belgrano.

Hacemos nuestra segunda incursión en las pizzerías tradicionales de los barrios y nos lanzamos a explorar esta rareza de azulejos multicolores y pizzeras de un negro brillante de años y aceites en un territorio donde suelen campear las farolas y otras modalidades alejadas de lo rudimentario. Sabemos que el éxito está asegurado. Por ahora no hay riesgos. Nadie, nada subsiste tantos años con el gusto estético y gastronómico anclado en edades anteriores a la pizza a la piedra, la rúcula y el delivery como primera –y a veces única- opción.

Aprendemos de la remera del mozo –más canchero que la pizza, con menos firulete que el menú- que Burgio es seis años más vieja que la pizzería de nuestra aventura anterior. 1932. Algunas cosas habrán cambiado, algunas en los últimos años como un toldo que recordábamos que resguardaba las mesas de la calle y que se habrá volado en un huracán normativo reciente. Presumimos que las opciones alimentarias permanecen fieles a la tradición: pocas y clásicas con algunas variantes idiosincráticas. Curiosamente acá no se presume de la invención de nada pero la oferta de combinaciones prediseñadas habla de una tradición que en algún momento se habrá fijado: la muzzarela y jamón y morrón y la muzzarela y jamón o morrón. Sutil pero atendible diferencia que puede generar algún que otro dolor de cabeza en torno a la pequeña conjunción.
En algún momento nos tienta la fugazzeta pero nos descorazonamos a medias cuando vemos que la cebolla no se junta con nadie: ni fugazza ni fugazzeta vienen con opción de pizza chica o media pizza. Las convenciones lo exigen de ese modo y no reclamamos innovación donde no hace falta. Nos conformamos con relojear la de otra mesa –linda, cebollas doradas con puntas oscuras, muchas, crujientes, en altura- y optamos por aprovechar la combinación que Burgio –sus dueños, sus clientes o sus amigos- pensó por nosotros: muzzarela y morrón.

De abajo para arriba. La masa es de esas que llaman media aunque postular un entero sería un abuso. El justo medio, digamos. Cruje por abajo, se doró de arriba. Hay mucho más que calor de horno, estaba ese aceite que ennegrecía la pizzera y está ese otro que dora la masa. Nada la pone en peligro: la salsa es una mediación de color entre la masa y lo demás. Extrañamos un ácido salvador frente a la vorágine, pero tendemos a respetar las elecciones de los artistas (de la pizza, se entiende). Sin adversarios, el queso es el protagonista. Mucho, contundente sin pasarse, del grosor suficiente para cumplir su papel estelar sin causar un coma lácteo. Repetimos, el justo medio. Y sin embargo también es transición, como la salsa. Porque lo que Burgio sabe hacer es sorprendernos; el mundo no termina en el queso ni se cierra con espolvoreado manual de orégano y ají molido. Por encima, como nota de color, el perejil. Nada de lluvia, imaginamos un recipiente lleno de aceite que se carga de verde y sabores. Imaginamos la chorreada que produce las líneas que interrumpen el queso. Tercer capa de aceite y la mejor sorpresa de la noche.


De la otra protagonista hablamos aparte para darle la atención que merece. Reclamamos autonomía para la fainá. Por eso somos exigentes, obsesivos, insatisfechos. Acá no le encontramos mucho más que la función acompañamiento. Nos gustan las capitas doradas que se desprenden del resto pero el dorado de la pizza falta donde más se lo necesita. Sostiene el justo medio de grosor y lo apreciamos pero todavía esperamos sabores que disputen un lugar en nuestros paladares.
 Burgio queda en Cabildo 2477 (CABA).